quarta-feira, 25 de setembro de 2013

Sor María de los Ángeles Sorazu

 

 

MARÍA DE LOS ÁNGELES SORAZU, O. I. C.
1873 - 1921

 

Fechas principales de su vida

1873, 22 de febrero: Nace en Zumaya (Guipúzcoa). En el bautismo recibe el nombre de Florencia.

1879: Pasa a vivir con su familia a San Sebastián.

1883: Pasa a vivir con su familia a Tolosa (Guipúzcoa).

1888: Empieza a llevar una vida un tanto frívola.

1889, 3 de julio: Conversión.

1891, 25 de agosto: Marcha a Valladolid y al día siguiente ingresa en el monasterio de la Purísima Concepción, de las Concepcionistas franciscanas.

1893, 15 de agosto: Segunda conversión. Entra en el purgatorio de la vida espiritual.

1894, 25 de septiembre: La entrega de Dios. A los tres meses desciende del estado de unión y empieza una larga época dedicada a la contemplación de los misterios de Cristo.

1895, 11 de septiembre: Se traslada con su Comunidad al convento de Jesús-María, también en Valladolid.

1898, 22 de junio: Retorna a su antiguo convento.

1903, 10 de diciembre: Dios se le muestra enojado y disgustado por sus dilaciones en tomar director espiritual.

1904, enero: Empieza a dirigirse con el P. Andrés Ocerin-Jáuregui.

1904, 21 de febrero: Es elegida Abadesa, cargo que desempeñará sin interrupción hasta su muerte.

1905, 23 de junio: Se confía a la dirección del Sr. Hospital, Deán de la catedral de Valladolid.

1907, junio: Se inicia un largo período purificativo de cuatro años.

1910, julio: Empieza a dirigirse con el P. Mariano de Vega.

1911, 10 de junio: Tiene lugar la solemne entrega de la Santísima Trinidad o elevación al matrimonio espiritual.

1913, octubre: Cesa el P. Mariano en la dirección espiritual.

1915, julio: Se inicia el periodo llamado de la contemplación mixta. Sor Ángeles se confía a la dirección del P. Narciso Nieto.

1917, octubre: Comienza a dirigirse con el P. Alfonso Vega.

1917, Nochebuena: Tiene lugar la manifestación de la vida de Jesús en su alma, cumbre suprema de la contemplación mixta.

1918, noviembre: Deja de serle útil la dirección del P. Alfonso.

1920, 7 de mayo: El P. Mariano de Vega vuelve a hacerse cargo de la dirección de su alma.

1921, 28 de agosto: Fecha de su muerte.

[Datos tomados de L. Villasante, M. Ángeles Sorazu. Estudio Místico. Vol. I, Oñate-Bilbao 1950, p. 31].

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SOR MARÍA DE LOS ÁNGELES SORAZU
por Antonio Royo Marín, op

Florencia Sorazu y Aizpurúa, en religión madre María de los Ángeles, nació en Zumaya el 22 de febrero de 1873. A los once años se inscribió en las Hijas de María. Más tarde aflojó un poco en su vida de piedad, pero pronto se rehízo y emprendió decidida el camino de la perfección apenas cumplidos los dieciséis años. Deseó ingresar en el convento de capuchinas de Caspe, pero, fracasado este proyecto, entró en 1891 en el monasterio de concepcionistas franciscanas de Valladolid, a los dieciocho años de edad. Fue elegida tres veces abadesa de la comunidad (en 1898, 1900 y 1903), pero no fue confirmada la elección por la autoridad competente por no haber cumplido todavía los treinta años de edad. Por fin, en 1904, ya con la edad reglamentaria, fue elegida otra vez por unanimidad, y, aprobada la elección por la autoridad, desempeñó el cargo de abadesa hasta su muerte, ocurrida el 28 de agosto de 1921, a los cuarenta y ocho años de edad y treinta de vida religiosa.

Por mandato de sus directores espirituales, la madre Sorazu escribió varias obras de gran valor doctrinal, sobre todo desde el punto de vista místico. La más importante es la titulada La vida espiritual, escrita por mandato del que entonces era su confesor, el dominico padre Alfonso Vega. Empezó a escribirla el 3 de mayo de 1918 y la terminó en noviembre del mismo año. Es en gran parte autobiográfica, y su contenido es de tal elevación y grandeza, que ha merecido los elogios más entusiastas de los estudiosos de la espiritualidad. He aquí algunos de esos elogios:

«La experiencia espiritual de la madre Sorazu es la más importante que conocemos desde Santa Teresa de Jesús a nuestros días. Experiencia muy personal y muy rica, que nos descubre altísimas vivencias, hasta ella no registradas, de la unión transformante... La revivencia del misterio de la Trinidad, del misterio del Hombre-Dios y del misterio de la Madre divina, son las notas salientes que caracterizan la literatura espiritual soraziana. Lo más nuevo e interesante en ella es su testimonio sobre la participación de los misterios de Cristo, sobre la convivencia mariana y sobre la dirección espiritual» (M. Llamera, O. P., en Teología espiritual 7 (1959) 166).

«Por su amplitud y altura, no menos que por su originalidad y aciertos en el estilo y exposición, es la experiencia y doctrina de la madre Sorazu una de las más insignes que registra en sus documentos la historia de la Iglesia. Completa a Santa Teresa y a San Juan de la Cruz, y no hay exageración atrevida en anunciar que, al lado de ambos santos, formará la madre Sorazu la terna de los grandes místicos descriptivos españoles» (E. Hernández, SJ, en el prólogo a la obra del P. Villasante, La sierva de Dios M. Angeles Sorazu).

«Nos hallamos en presencia de una figura de primer orden en el campo de la mística experimental, de una figura cuya grandeza e importancia irá siendo reconocida cada vez más a medida que vaya siendo conocida y estudiada por los estudiosos de la mística» (L. Villasante, O. F. M., La sierva de Dios M. Angeles Sorazu. Estudio místico. Vol. I, Oñate-Bilbao 1950, p. 422).

«La madre Sorazu es, sin disputa, el caso más interesante de escritora mística de España en el tiempo actual y una de las primeras de todos los tiempos» (Baldomero Jiménez Duque, en Revista Española de Teología 12 (1952) 299).

El contenido de la obra es semejante al de las Moradas de Santa Teresa, o a la Escala de la Venerable María de Ágreda, pero se desarrolla de modo muy diverso. Describe el proceso de santificación del alma desde los comienzos de su vida espiritual hasta las cumbres de la unión transformativa, deteniéndose ampliamente en la vida del todo deífica que viven las almas transformadas y añadiendo datos y vivencias que pueden ponerse al lado de las sublimes descripciones de los dos reformadores del Carmelo.

La madre Sorazu escribió también muchas cosas bellísimas sobre la Santísima Virgen, que fueron recogidas por el padre Nazario Pérez, SJ, con el título Opúsculos marianos (Valladolid 1929), lo mismo que la Autobiografía (incompleta) de la madre (Valladolid 1929). Sus principales comentarios bíblicos se publicaron bajo el título Exposición de varios pasajes de la Sagrada Escritura (Salamanca 1926).

El padre Melchor de Pobladura, capuchino, publicó en tres volúmenes la correspondencia epistolar de la madre Sorazu con su director el padre Mariano de Vega, con el título Itinerario místico de la Madre Angeles Sorazu, que complementa en gran parte su autobiografía. El primer tomo trata de La noche oscura del espíritu (Madrid 1942); el segundo, de La vida del alma en Dios y la vida de Dios en el alma (Madrid 1952), y el tercero, de la Participación en los misterios de Cristo (Madrid 1958).

El padre Luis Villasante, franciscano, escribió un notable estudio sobre la personalidad y la obra de la madre Sorazu bajo el título La sierva de Dios M. Angeles Sorazu, concepcionista franciscana. Estudio místico de su vida, en dos volúmenes (Oñate-Bilbao 1950). [El mismo autor publicó con posterioridad otro libro titulado M. Ángeles Sorazu. Un mensaje para tiempos difíciles (Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1981)].

[Antonio Royo Marín, OP, Los grandes maestros de la vida espiritual. Madrid, BAC, 1990, pp. 303-304].

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M. ÁNGELES SORAZU,
TESTIGO DE LA PRESENCIA DE DIOS
por Baldomero Jiménez Duque

El 28 de agosto de 1921 moría en el convento de las Concepcionistas de Valladolid la que durante diecisiete años había sido su abadesa: la madre Ángeles Sorazu. Una monja vasca, nacida en Zumaya (Guipúzcoa), el 22 de febrero de 1873, y que, tras una niñez sencilla y una juventud laboriosa, ingresó en el convento, donde iba a permanecer el resto de sus días, en agosto de 1891.

Pocos, quizá demasiado pocos, saben que Ángeles Sorazu dejó escritas obras que la califican como una extraordinaria autora mística. Pocos saben también que dejó ante todo entre sus monjas el testimonio de una indudable santidad. Tanto es así que los conocedores de la mística española venían extrañándose ya de que no se hubiesen dado los pasos necesarios para la declaración oficial de su santidad. Ahora ya está su causa en marcha. El pasado 4 de octubre [de 1979], el arzobispo de Valladolid, en conformidad con el derecho procesal de la Iglesia, constituyó una comisión de peritos que se encargarán de reunir todos los materiales previos a la incoación oficial de la causa.

Con este motivo hemos solicitado a tan buen conocedor de la espiritualidad española, y en concreto de la madre Sorazu, como es don Baldomero Jiménez Duque, un breve apunte sobre la persona y la obra de esta monja vasca y castellana.

Cualquiera que lea los escritos de Ángeles Sorazu: «La vida espiritual», la «Autobiografía», los tres volúmenes de «Cartas al P. Mariano de Vega», etc., no podrá menos de sentirse impresionado. Y esto por varias razones.

A LA ALTURA DE LOS GRANDES MÍSTICOS

Primero, por la doctrina espiritual que allí se contiene. Prescindo ahora de su vertiente vivencial. Es verdaderamente asombroso lo que allí se dice de la vida del alma que pueda llegar a ese encuentro vivo y quemante con Dios Uno y Trino, con Jesucristo Verbo Humano, con la Santísima Virgen. Una vida que comporta una purificación radical del hombre, aniquilamiento, humildad plenísima. Para llegar a una que es participación (la autora lo proclama incesantemente), pero en el Ser purísimo de Dios, de tal manera que parece identificación. Es el misterio de nuestra deificación subrayado con una energía estremecedora. Pero esto tiene que hacerse a través de la Humanidad de Jesucristo. Por ello, la unión con la misma, que permite y exige vivir intensamente todos los misterios y estados del Verbo Humanado, según intensidades y acentos diversos que va suscitando el Espíritu. En M. Sorazu de modo particular los misterios de Jesús paciente. E interesantísimo, además, en M. Sorazu, todo ello a la vez por, con y en María. Vida mariana, quizá en ningún otro autor subrayada con tanta fuerza como en ella. Y, como consecuencia de esa vida, la fecundidad divina en que entra y participa el alma: las páginas dedicadas a este misterio divino-humano en «La vida espiritual» son únicas en toda la literatura espiritual, y casi asustan... Pero nada inexacto en sana teología logra encontrarse en ellas, como en ninguna otra parte de la copiosa producción escrita de la venerable autora.

El conjunto doctrinal que ahí se nos ofrece es admirable en precisión y en profundidad. Doctrinalmente M. Sorazu está a la altura de un Berulle, de una María Petyt, la de la vida «mariforme», y aún creo que los sobrepasa. En muchos aspectos es también más penetrante y más densa que María de la Encarnación de Quebec, que la misma Santa Teresa y el mismo San Juan de la Cruz. Y ya es decir. La espiritualidad soraciana está más en la línea de la beruliana que no de la teresiana y de la sanjuanista, pero sin la abstracción fría de aquél, sino empapada de un calor y un sicologismo meridional de que Berulle carece.

¿EXPERIENCIA O FABULACIÓN?

En segundo lugar, estos escritos nos revelan una experiencia: la del alma de la autora. Son todos ellos autobiográficos. Expresamente ellos lo dicen. Pero es evidente sólo con hojearlos. ¿Se trata de una experiencia auténtica o son una maravillosa fabulación subjetiva? Sin duda, hay que conceder a la escritora una gran inteligencia y una desbordante imaginación junto con una gran facilidad para la escritura, aunque ese quehacer le repugnase casi siempre por humildad y temor a exhibirse. Pero hay que tener en cuenta también la escasísima cultura humana de la misma, reducida a un poco de escuela elemental y a cuatro lecturas y pláticas espirituales. El libro que más la impactó fue «La Mística Ciudad de Dios», pero realmente no la inspiró demasiado. M. Sorazu supera en mucho a M. Ágreda en cuanto a doctrina, y los datos pintorescos de ésta poco debieron afectar a aquélla, aunque ella, falta de sentido crítico, los diera por válidos. Hay que añadir la dificultad para expresar en lenguaje humano misterios tan difíciles y tan altos, y en una lengua que ella al comenzar su vida religiosa poseía muy pobremente: su lengua materna era el vascuence y ella escribe en un castellano digno y armonioso (aunque tenga defectos sin importancia).

Pues bien, la impresión que se impone al que lee a M. Sorazu con sencillez de espíritu, es de que esa experiencia es verdadera. La sinceridad con que habla de sí misma, bien y mal, es evidente. Y que todo lo que dice y siente mana de una vida realmente entregada, generosa, virtuosa, abnegada, santa. Lo sabemos, además, por los testigos que la conocieron y trataron. Su gestión de abadesa tantos años fue querida y admirada por sus hijas... Esto, supuesto, y la sublimidad de los escritos, quiere decir que éstos y la vida de que son documento vivo, no pueden explicarse sin intervención especial de Dios. Así como la fluidez y abundancia de estilo magnífico de aquéllos. Estilo sin duda abundoso, reiterativo, pero correspondiente al caso «límite» que es esta singular mujer.

UN CAMINO DE NOCHES Y DE DÍAS

Es verdad que el itinerario espiritual que ella vive y describe es complicado, con innumerables alternancias de noches oscuras y de luces y gozos intensísimos. Es innegable que el sentimiento de culpabilidad es fortísimo en ella, pero lo explica el vuelo abisal de sus gracias de unión más intensas aún que aquél. Es cierto que una especie de ámbito espacial imaginativo acompaña a muchas de sus visiones, en el fondo intelectuales. Pero ello nada importa para la autenticidad de la experiencia. Cada alma es un alma. Lo sobrenatural se vive a través de nuestros mecanismos sicológicos tan distintos. Y Dios es libre en llevar a los hombres por los caminos y maneras que Él quiera. La experiencia de M. Sorazu fue así. Otras serán de otro modo.

Dios ha querido regalarnos en M. Sorazu un testigo extraordinario de su presencia amorosa en medio de nosotros. Ha destacado en su vida y en sus obras con un relieve casi hirientes estas verdades esenciales de la vida cristiana santa:

La de la humildad y purificación necesarias para poder realizarse en Dios el hombre pecador.

La de la intervención y presencia de María en toda la vida cristiana.

La de que esa vida se centra en Cristo, en participar de la filiación del Verbo Humano, en ser cristos en Cristo y con Cristo (enjesusarse, según ella gusta decir).

La de que todo termina en abismarse en las aspiraciones de infinita caridad de las tres divinas Personas, del Dios-Amor...

Habría que añadir que todo ello, misteriosamente, silenciosamente, repercute en bien de los demás, de todos, como ella preciosamente y dolorosamente lo vivió.

M. Sorazu tiene una misión: sus escritos son un grito de sobrenaturalismo cristiano en nuestra hora tan necesitada del mismo. Su glorificación por la Iglesia lo potenciaría maravillosamente para bien de la cristiandad y del mundo.

[En Ecclesia del 17-XI-1979, n. 1.958 (1979 II) pp. 1462-1463]

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LA M. ÁNGELES SORAZU
por Baldomero Jiménez Duque

La M. Ángeles Sorazu, franciscana concepcionista en Valladolid, es un caso singular. Pero de lo más interesante, no sólo en su tiempo, sino en toda la historia de la espiritualidad española. Su obra literaria es muy extensa y toda ella es vivencial. Su facilidad para expresarse es asombrosa, y esto a pesar de su origen vasco y su poca cultura humana. Sus experiencias místicas han sido muy fuertes y, reconozcámoslo, bastante complicadas. Su itinerario místico es muy personal. Vive siempre en alternancias de gozos y de penas, sin que resulte fácil poder reducir a un esquema su camino. Por otra parte, su espiritualidad es una constante elevación a las regiones más altas y abisales del misterio de nuestra deificación y cristificación, con la intervención, además, incesante en las mismas de la Virgen María. Tiene algo del estilo abstracto de la escuela renanoflamenca del XIX (cosa más bien rara en la mística española a pesar de lo que algunos pretenden), y, a la vez, ello se empapa de un psicologismo caliente, muy meridional. Insisto en que sus escritos son todos autobiográficos. La autobiografía, los tres volúmenes de cartas al P. Mariano de Vega, OFMCap (para mí lo más vivo e interesante), el diario..., nos permiten asomarnos a su alma, sacudida, de unas u otras maneras, por el Espíritu. ¿Hasta qué punto era responsable su misma imaginación? ¿O no sería mejor decir que el Espíritu la preparó de antemano para hacerla vibrar después según sus planes misteriosos? El hecho está ahí, impresionate y desafiante. Ya se han realizado algunos estudios valiosos sobre la M. Sorazu. Pero aún se volverá sobre ella sin duda, pues hay para ello mucho lugar. He aquí el esquema que nos ofrece el P. Melchor de Pobladura, OFMCap, de la obra más sistemática y sintética que nos dejó la Madre: La vida espiritual. Ese panorama nos permitirá vislumbrar un poco todo el contenido de esa rica y difícil espiritualidad.

«La M. Ángeles comienza con una muy original clasificación de las almas y con la explicación de la conducta de Dios para con cada una de ellas (c. 1); y luego describe el estado inicial del alma, que, secundando la llamada divina, se convierte (c. 2), atravesando en su marcha ascensional por la noche del sentido (c. 3) y por el purgatorio o desierto espiritual (cc. 4-5) hasta recibir el anuncio gozoso de la próxima entrega de Dios (c. 7). En esta primera sección, que pudiéramos muy bien llamar introductiva, se expone magistralmente (c. 6) la relevante y decisiva intervención de María Santísima, sobre todo en el difícil período de la purgación. En el caso concreto y personal de la M. Sorazu, la fase aquí descrita terminó en 1894.

»A los desposorios místicos sucede un descenso; es decir, la vida espiritual se mueve por un cauce más ordinario, y el alma siente el incontenible afán de acompañar a sus divinos amores Jesús y María; contempla los misterios de la vida pública de Jesús (c. 8), y progresa más y más en la perfecta imitación e identificación del mismo (c. 9), dando comienzo a la contemplación simple, o sea, de la naturaleza divina del Verbo encarnado (c. 10), y el alma se asocia a Jesús, ultrajado por los pecadores (c. 11). En este punto tiene lugar una singular noticia del atributo del amor (c. 12), y se reciben otras altísimas comunicaciones divinas. Por fin se penetra en la noche oscura del espíritu (cc. 13-14). Hasta ahora ha tenido cumplimiento el primero de los tres aludidos textos evangélicos: El que me ame será amado de mi Padre, y yo le amaré y me manifestaré a mí mismo. La M. Ángeles recorrió esta etapa del itinerario espiritual desde 1894 hasta junio de 1911.

»Finalmente llega la hora venturosa del matrimonio espiritual, en el que la Beatísima Trinidad se entrega al alma ya purificada y bien dispuesta para recibirla (c. 15), y se cumple el segundo de los textos evangélicos: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, vendremos a él y haremos morada en él. De aquí arranca una nueva fase, y empieza a desenvolverse la parte más interesante y original de la obra. La M. Ángeles la denomina vida del alma en Dios, y abraza los cuatro períodos descritos en los capítulos 16-19, cuyos fenómenos se realizaron en ella desde junio de 1911 hasta agosto de 1913. El primer período, muy corto, se caracteriza por el amor jubiloso, que produce una vida sobrenatural rebosante o de henchimiento, que sacia y satisface. El segundo, o de expectativa, se distingue por las heridas de amor, así como el tercero por los toques sustanciales, y el cuarto, por una mayor intimidad con el Espíritu Santo. Aquí tiene cumplimiento la primera parte del tercer texto evangélico: En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre.

»A continuación se desarrolla la otra fase, denominada vida de Dios en el alma, desde agosto de 1913 hasta julio de 1915. Ya no es el alma la que se mueve, sumerge y vive en el infinito océano de la divinidad, sino que es Dios quien, por así decirlo, se derrama en el alma y en ella desarrolla su vida divina (c. 20). Los fenómenos más sobresalientes son: participación del amor divino, soberano imperio de la voluntad divina, acerbas penas, causadas por las criaturas y soportadas con inmenso júbilo; mutua complacencia y comunicación de bienes, participación del inefable misterio de la Santísima Trinidad y relaciones muy especiales con cada una de las tres divinas personas.

»La vida del alma en Jesucristo (c. 21), que sucede al período anteriormente descrito, está caracterizada por la contemplación mixta de la humanidad y divinidad del Verbo, y en él tienen su cumplimiento las palabras de Jesús: Y vosotros (estáis) en mí; el alma recibe sorprendentes luces con las noticias sustanciales de la encarnación y filiación divina. Durante el período de "la vida de Jesús en el alma" (c. 22), ésta experimenta el anhelo ansioso de apoderarse de la vida de Jesús, de poseerle enteramente, y lo logra mediante una mayor identificación con María, y se verifican las otras palabras del Maestro: Y yo (estoy) con vosotros. Aquí no hay nueva entrega divina, sino, más bien, la reaparición del germen divino ya depositado; el alma se ve como envuelta en la humanidad gloriosa del Verbo y trabajada por un anhelo insatisfecho de participar de la pasión de Jesús y por un celo insaciable de la salvación de las almas. Poco a poco, esta vida de Jesús en el alma se perfecciona con nuevas comunicaciones (c. 23); aumenta el ansia de identificación con Jesús paciente; se entrevén los misterios dolorosos a que participará el alma. Como la M. Ángeles no los había experimentado aún cuando escribía el tratado, los explica con el ejemplo de algunas almas santas y con una bellísima paráfrasis del salmo 21» (En La Vida espiritual, pp. 9-12).

[En R. García Villoslada (Dir.), Historia de la Iglesia en España, Vol. V. Madrid, BAC maior 20, 1979, pp. 468-471].

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M. ÁNGELES SORAZU (1873-1921)
Un mensaje para tiempos difíciles
[por Luis Villasante, ofm][*]

SU VIDA EN FAMILIA (1873-1891)

María de los Ángeles -en el siglo, Florencia- Sorazu y Aizpurúa nació el 22 de Febrero de 1873 en Zumaya (Guipúzcoa), villa de la costa cantábrica, de familia profundamente religiosa y muy pobre. Su padre, Mariano, se dedicaba al transporte y venta de pescado y su madre, Antonia, era de oficio sirvienta. Tuvieron siete hijos; dos hijas murieron en la primera infancia, y un hijo, muy joven. Uno de los hermanos de Florencia, José Manuel, ingresó de joven como aspirante para hermano lego en los franciscanos de Zarauz. Pidió incorporarse a la Custodia de Tierra Santa, y a ella se encaminó en 1890; hizo el noviciado allí y tomó el nombre de Pedro Regalado. De 1913 a 1923 estuvo en la Provincia española de Santiago, y luego regresó a la Custodia y murió en Jerusalén en 1948.

La familia de Florencia, al poco de nacer ella, huyendo de los riesgos de la guerra carlista, se trasladó al balneario de Cestona, donde vivió dos años, regresando luego a Zumaya. A la edad de cuatro años recibió Florencia el sacramento de la confirmación, y en su primera infancia frecuentó la escuela de las Hermanas Carmelitas de la Caridad. El idioma corriente que se hablaba en su familia era el vasco; no obstante, Florencia sabía también el castellano, que fue perfeccionando con el tiempo.

En 1879, a consecuencia de algún revés económico y buscando la facilidad que le ofrecía el ferrocarril para trasportar el pescado a Tolosa, el sitio preferido de venta del padre de Florencia, la familia se trasladó a San Sebastián. Mientras vivió allí, Florencia acudió a la escuela de primera enseñanza, única que cursó, y aun a ésta, debido a sus frecuentes enfermedades, no pudo asistir con mucha asiduidad. No obstante, ella misma nos dirá en su Autobiografía que en esta época reconoció la facilidad que tenía para penetrar los misterios del sagrado libro de la doctrina cristiana, y que la maestra, habiéndolo notado, más de una vez la requirió para que los explicara, y lo mismo hicieron diversas personas que observaron este don.

En 1883, la familia se trasladó a Tolosa. Florencia hizo entonces la primera comunión y se alistó a la congregación de Hijas de María. Se confesaba mensualmente. En aquel tiempo era frecuente que los hijos de familias pobres tuvieran que abandonar pronto la escuela y ponerse a servir para ganarse la vida. Así Florencia, cuando contaba trece años, pasó un año sirviendo en una familia de San Sebastián. Después trabajó como obrera en el mismo Tolosa, en la fábrica de boinas de Elósegui.

Al cumplir los quince años, Florencia comenzó en su vida un período crítico, que duró un año. Es el período que ella considerará de disipación, de mundanidad, de afición a las diversiones profanas y de una relativa paganía. «Así viví, como pagana», dirá ella, exagerando un poco. Su disipación o mundanidad consistió en una desenfrenada afición a frecuentar en los días de fiesta los paseos públicos y a participar en el baile suelto, único que entonces se admitía. Por los datos que poseemos podemos afirmar con toda seguridad que los devaneos de Florencia se redujeron a esa afición suya un tanto desmedida, aunque inocente, a frecuentar los lugares de esparcimiento público y a participar en bailes y romerías, etc., pero sin ningún asomo de deslices en materia erótica o libidinosa.

En el monasterio de la Concepción de Valladolid hay una foto que probablemente corresponde a Florencia cuando contaba quince o dieciséis años. Una compañera suya de entonces y luego religiosa agustina, Sor María Ángeles de Santa Mónica, la recordaba así: La cara de Florencia era más bien algo redonda, es decir, ancha, no tan larga ni ovalada como aparece en esa postal que las monjas han divulgado después de su muerte. Los ojos grandes y más bien redondos, de mirada franca y dulce. La nariz algo remangada, la boca grande y la tez morena, ancha de espaldas y bastante gruesa. De estatura regular. Voz de barítono. Siempre se la veía risueña. Su mirada angelical, pero reveladora no de timidez, sino de resolución.

Aquellos devaneos adolescentes se acabaron con una conversión o viraje drástico y radical, motivado por una reconvención de su buena madre. La cosa ocurrió a mediados de 1889, o sea, cuando Florencia contaba dieciséis años. El día de la romería de San Pedro, Florencia regresó de Leaburu a casa más tarde de lo que los padres tenían ordenado. La madre manifestó su disgusto y su desencanto porque nunca había creído que aquella hija pudiera ser un día esclava del mundo, pero ahora los hechos estaban desmintiendo todos sus cálculos y previsiones. Era la primera vez que Florencia veía a su madre apenada por su conducta. Las palabras de la madre delataban a las claras que aquella hija había mostrado siempre una inequívoca inclinación a las cosas de Dios. Precisamente por eso, ante el giro insospechado que la hija iba tomando, la madre mostraba su perplejidad. Veía como defraudadas las esperanzas que había depositado en ella.

Florencia vivirá aún dos años en Tolosa, después de esta conversión. Durante este bienio seguirá trabajando como obrera en la fábrica de boinas, pero por lo demás llevará una vida totalmente abstraída del mundo y consagrada a las cosas de Dios. Por la Autobiografía conocemos el género de vida que se impuso, absolutamente retirado, dedicado a la oración, a las prácticas piadosas y a las mortificaciones voluntarias, etc. Conocemos también el nombre del sacerdote con quien se confesaba en esta época, D. Francisco Tellechea, que fue vicario o capellán del convento de Santa Clara de Tolosa. Florencia se hizo del Apostolado de la Oración y de la Tercera Orden de San Francisco, que era atendida por el P. Crispín de Beovide, franciscano que vivía en una casa particular, pues aún no se había restaurado la comunidad franciscana en Tolosa.

Aún después de su conversión, Florencia no pensaba en hacerse monja. Retirarse al desierto era la idea o pensamiento que le asaltaba con frecuencia, y esto con el fin de perfeccionar la oración de contemplación con que ya entonces la favorecía Dios alguna que otra vez. Un santo confesor ocasional le indicó que Dios le deparaba el desierto en un convento de clausura. Alegó ella que sus padres eran pobres y no podían proporcionarle dote. El confesor ordinario confirmó el consejo del extraordinario, y le propuso un medio fácil para obviar el inconveniente de la dote, a saber, recibir unas lecciones de música e ingresar en calidad de cantora. En estas condiciones muchas comunidades recibían una religiosa aun sin dote. Y éste fue en efecto el procedimiento de que se sirvió Florencia para ingresar monja sin dote. Y aprendió música.

En 1890 Florencia hizo un viaje a Caspe (Zaragoza) para acompañar a una amiga que tomó el hábito de Capuchina en el convento de Nuestra Señora del Pilar de dicha ciudad. Ella misma quedó apalabrada y casi comprometida a ingresar en dichas monjas. Allí permaneció ocho días, durante los cuales el organista de Caspe la examinó para comprobar si estaba preparada para el oficio de cantora en las Capuchinas. Una persona que se fijó en ella aquellos días, y que sería providencial en el futuro, fue el «pedigüeño», o sea, el hombre que de pueblo en pueblo pedía limosna para aquellas religiosas.

A principios de 1891, cuando Florencia estaba haciendo los preparativos para irse monja, Concepción, la primogénita de la familia, falleció casi repentinamente. Florencia, al quedarse como hija mayor -pues otro hermano, José Manuel, se había ido ya fraile-, se vio precisada a retrasar su entrada en el convento para ayudar a la familia.

Sucedió entre tanto que el «pedigüeño» de las monjas de Caspe fue en cuestación a Valladolid y se llegó al convento de la Concepción. Cuando se disponía a marcharse, se le ocurrió a la tornera preguntarle si conocía alguna joven que fuese cantora y quisiera ir de monja, pues la necesitaban y padecían falta de vocaciones. El pedigüeño contestó que sí, y les dio las señas de Florencia. Entonces la abadesa de la Concepción de Valladolid, ni corta ni perezosa, escribió a Florencia. Ésta quería mantener la palabra dada a las Capuchinas de Caspe. Pero la madre, que conocía la poca salud de su hija, temiendo que ésta no podría resistir los rigores de las Capuchinas, le aconsejó que aceptara la oferta de las Concepcionistas de Valladolid.

En la historia de la infancia y juventud de Florencia cabe destacar ciertos puntos básicos: creció en el seno de una familia profundamente religiosa. Desde pequeña sintió predilección por el Catecismo y cierta facilidad para penetrar en las verdades y misterios del mismo. Siendo aún niña comprendió que «servir a Dios es reinar», e hizo el propósito de ser santa, si bien relegando su cumplimiento hasta su mayor edad, los 25 años, pues pensaba ingenuamente que entonces tendría las fuerzas para la absoluta impecabilidad. También sabemos, tanto por la Autobiografía como por las Cartas, que desde los tres años de edad estuvo persuadida de ser la criatura más pecadora, inútil y pobre de todas, y considerándose digna de los mayores castigos, aceptó siempre con resignación los frecuentes padecimientos físicos y morales, contrariedades, etc.

Respecto al carácter o modo de ser de Florencia, tal como se perfila ya en esta época y se evidencia aún más en la siguiente, podemos señalar estos rasgos: porte fino y elegante, carácter decidido, cierta dificultad para franquear sus íntimas aspiraciones y realidades a los confesores por creerlas impropias de una pecadora, temperamento complaciente, inclinado a condescender, cierta inclinación al retiro y silencio, dificultad o imposibilidad de armonizar la práctica de la virtud con los pasatiempos mundanales.

Florencia recuerda en su Autobiografía que los libros de que se ayudó en su vida espiritual mientras estuvo en casa fueron: Reloj de la Pasión; una biografía de S. Francisco, seguramente la publicada por el P. Beovide en vasco; el Kempis; La religiosa instruida del P. Arbiol; El cuarto de hora de oración de E. Ossó. Y comenta ella misma: «Como me sentía llamada a la imitación de S. Francisco, la biografía del Santo fue la que utilicé más y me aprovechó».

SU VIDA EN RELIGIÓN
HASTA QUE FUE ELEGIDA ABADESA (1891-1904)

El 25 de agosto de 1891, Florencia tomó el tren en Tolosa para Valladolid. La acompañaba su confesor D. Francisco Tellechea. Al día siguiente, por la tarde, hizo su entrada en el «sagrado claustro». A la sazón la comunidad de la Concepción se componía de solas ocho monjas. El mes de postulantado lo pasó más triste que alegre. Por un lado, no dejaba de ver el relativo estado de relajación en que se hallaba la comunidad y lo difícil que le iba a ser responder en ella a su vocación; por otro, sentía con viveza la separación de sus padres y hermanos. Expuso sus temores, relacionados con la observancia de la Regla, a la maestra, que a la vez era abadesa, y ésta le prometió que le daría todas las facilidades para que pudiera cumplir la Regla, y le aconsejó que tomara el hábito. Lo tomó, en efecto, el día de San Miguel, 29 de septiembre de 1891, y le cambiaron el nombre de Florencia por el de Sor María de los Ángeles.

También el año de noviciado confiesa haberlo pasado en una cierta aridez y sumida en sufrimientos, sobre todo interiores. Reconoce que en parte ella misma era la responsable de este estado, ya que no ponía al confesor al corriente de su vocación e interioridades. Los sufrimientos interiores provenían de incertidumbres y ansiedades respecto al estado de su conciencia -esta crisis la asaltó ya en el último año de su vida seglar-. Además tenía como una convicción de haberse equivocado al dejar a las Capuchinas de Caspe por las Concepcionistas de Valladolid. Sentía una continua tentación de abandonar esta comunidad para entrar en otra más observante, donde pudiera responder a su vocación sin necesidad de singularizarse. Veíase privada de todo consuelo «divino y humano», dice en su Autobiografía.

Mas, por otra parte, el cariño y deferencias de que le daban muestras las religiosas la ayudó a superar la tentación de abandonar la comunidad, pues no le cabía en el corazón dejar a unas religiosas que cifraban en ella sus esperanzas. También sentía al vivo la ausencia de sus padres y hermanos; pero el amor a Dios y la justa estima de la vocación religiosa la ayudaron a vencer la tentación que por este concepto sufrió.

El 6 de Octubre de 1892 hizo Sor Ángeles su profesión solemne -única que entonces se hacía-, y empezó a cumplir sus votos y la Regla con la perfección que Dios le exigía, lo cual no dejó de ocasionarle tribulaciones por parte de las religiosas; pero ella estaba dispuesta a morir antes que ser infiel a sus juramentos.

Esta fecha de la profesión está relacionada en la vida de Sor Ángeles con el descubrimiento o revelación de la vida mariana, que ha de desempeñar un papel capital en su itinerario espiritual. Cuando, muchos años más tarde, Sor Ángeles se entere de lo que es la perfecta consagración a la Virgen y la doctrina espiritual de San Luis M. Grignion de Montfort, dará gracias a Dios de que esto mismo en sustancia, y sin intermediarios humanos, se le hubiese descubierto en aquella fecha o momento de su profesión.

Sor Ángeles, pues, al iniciar su vida religiosa se consagró a la Virgen, la escogió por su protectora, maestra, directora y reina, pidiéndole que aceptase los cargos que le confiaba. Y reconoce en su Autobiografía que este fue el principio de su vida espiritual. Por lo demás, el conservarse en una pureza total de afectos era su principal preocupación.

Los oficios que desempeñó en esta primera época -aparte el de cantora- fueron ayudar en la cocina, en el aseo del convento y en el torno.

El día 15 de Agosto de 1893, con una intervención de San Francisco que ella no sabe cómo explicar, tiene lugar la segunda conversión. Se propone consagrar a la oración todo el tiempo libre de sus obligaciones, quitar al sueño de la noche una o dos horas para practicar sus ejercicios de piedad, abstraerse del comercio -innecesario en las religiosas-, mortificarse con el ayuno y penitencias, meditar en la Pasión y en los novísimos, etc.

En este mismo momento se inicia también en su vida lo que denomina Purgatorio de la vida espiritual o época de purgación y purificación, descrita en la Autobiografía muy por extenso y al detalle. Es, sin duda, uno de los relatos de noche mística más logrados, pormenorizados y emotivos que conocemos. Describe, además, en páginas insuperables, de gran valor literario, la entrega de Dios que tuvo lugar el 25 de Septiembre de 1894 y el estado de unión que a dicha entrega siguió. Después de unos tres meses vividos en este estado de unión se produce un descenso a un estado más ordinario. En este estado, caracterizado por la nostalgia de la unión perdida, considerándose peregrina en el mundo, sola en medio de las religiosas y de la creación entera, perseverará largos años, buscando ansiosamente a sus amores, Jesús y María, en la contemplación de los misterios de la vida terrena de Cristo.

De Septiembre de 1895 a junio de 1898, Sor Ángeles, juntamente con toda su comunidad, vivirá en otro convento: en el de Jesús-María, convento también de Concepcionistas, en la misma ciudad de Valladolid. Este traslado temporal fue ordenado por la autoridad eclesiástica, en vista del estado ruinoso del edificio, hasta tanto que se hicieran en él las debidas reparaciones. Allí descubrió los Evangelios en lengua vulgar, que ni sabía que existieran.

En esta época, con frecuencia padecía Sor Ángeles ansiedades de conciencia. Conocía que la gracia le pedía que tuviera dirección espiritual, pero no veía el modo de hacerlo. Sentía una dificultad invencible para franquearse con los ministros de Dios, fuera de lo imprescindible en el sacramento de la penitencia. Preguntaba a las monjas a ver dónde había un convento de Padres de la Orden, y éstas le decían que el más próximo entonces era el de La Aguilera (Burgos).

Sor Ángeles seguía recalcitrante, sin cumplir lo que la gracia le pedía: que tuviera dirección espiritual. Vivía una vida espiritual intensa. Conocía que Dios le pedía que se confiara a la dirección, ella misma lo deseaba, pero retrocedía ante el cúmulo de dificultades que se le antojaban montañas. Los ministros de Dios ignoraban en absoluto las gracias que había recibido, así como su vocación singular, por la sencilla razón de que ella misma no se franqueaba por una humildad mal entendida, vergüenza, etc. Pero llegó el momento en que Dios no le iba a esperar más. El 10 de Diciembre de 1903 se le muestra disgustado por su tardanza en cumplir la orden relativa a la dirección, y le amenaza con abandonarla para siempre, si no pone en ejecución esta orden -recuerda ella en su Autobiografía-. La tribulación en que con este motivo se metió ella misma fue la más grande de todas las que había padecido hasta entonces.

La razón por la que ella misma entendió que necesitaba de dirección era que derrochaba las gracias o hacía poco aprecio de ellas, y necesitaba que el ministro de Dios le enseñase a tener en más consideración las gracias y a corresponder mejor a ellas. Efectivamente, para estas fechas Sor Ángeles había recibido gracias y favores inauditos, extraordinarios; pero supuesto que se le hacían a ella, pecadora, concluía lógicamente que no debían de valer gran cosa. Se inclinaba a negar su realidad, y si esto no podía, a tener en poco dichas gracias. Pero esta actitud constituía un serio obstáculo para corresponder a los designios de Dios. Otra razón que ella misma apunta es que Dios no quería confiarle el cargo de abadesa mientras no tuviera director. Por ende, con su dilación en cumplir esto que Dios le pedía, era ella la responsable del malestar que reinaba y de las faltas que se cometían en la comunidad, dividida en bandos y en estado de relajación. En realidad, el entender que tan pronto como tuviera director sería hecha abadesa, fue una razón más para que no lo quisiera tener. Sor Ángeles durante toda su vida religiosa huyó del comercio humano y de las obras externas, buscando la soledad y el retiro para darse del todo a la oración y contemplación.

En consecuencia, por enero de 1904 empezó a dirigirse con el P. Andrés de Ocerin-Jáuregui, franciscano, que vivía en el convento de La Aguilera y con alguna frecuencia iba a Valladolid. Ya anteriormente se había relacionado en alguna ocasión con él. Con todo, no parece que Sor Ángeles lograra vencer del todo su repugnancia a franquearse enteramente hasta que, en junio de 1905, empezó a dirigirse con el Deán de la catedral de Valladolid, D. José Hospital, que fue su segundo director.

SU VIDA EN RELIGIÓN
DESDE QUE FUE ELEGIDA ABADESA (1904-1921)

El 21 de febrero de 1904, al mes de haberse confiado a la dirección del P. Ocerin, fue elegida abadesa; contaba 31 años de edad, y desempeñó ese cargo sin interrupción hasta su muerte. En verdad, las monjas la habían elegido ya en 1898, 1990 y 1903, pero la autoridad competente no había confirmado su elección porque no tenía la edad requerida para ese oficio. Antes de su elección como abadesa, Sor Ángeles había desempeñado los cargos de tornera, vicaria de la comunidad y maestra de novicias.

En el mismo acto de su elección como abadesa, Sor Ángeles dijo en presencia de todos los asistentes que no aceptaría el cargo sino con la condición de que las religiosas aceptasen como verdadera abadesa de la comunidad a la Sma. Virgen. La comunidad aceptó la proposición y acto seguido el Visitador confirmó el nombramiento. Meses más tarde, el 7 de diciembre, coincidiendo con la conmemoración del 50 aniversario de la definición del dogma de la Inmaculada, la comunidad nombró a la Virgen Abadesa perpetua.

De 1906 a 1920, la M. Sorazu recibió a veinte jóvenes, y a todas dio ella misma ejercicios para las tomas de hábito y profesiones. Una de las grandes dificultades de su gobierno fue la gran diferencia entre las antiguas y las jóvenes. Éstas, formadas en su espíritu, secundaban mejor sus planes de reforma. Con todo, también alguna de las jóvenes le dio serios disgustos.

Labor desplegada por M. Ángeles como abadesa puede calificarse de «reformadora», «fundadora». Trabajó con denuedo para que todas las religiosas se amasen con caridad perfecta y amor puro, sin amistades particulares, superando divisiones e incomprensiones. Corregía y castigaba las faltas con amor de madre, pero sobre todo era rigurosa con las faltas contra la caridad. Consiguió corregir, a base de bondad, mansedumbre y prudencia, relajaciones y abusos que se habían introducido. Frente a una situación económica francamente mala, puso su confianza en el Señor, y no le faltaron las limosnas, mientras ella, por su parte, era prudente en hacer gastos y obras. Nunca dejó nada a deber a nadie. Era justa y equitativa en pagar. Puso un lavandero en casa y dispuso que fuesen las monjas mismas las que hiciesen el lavado de la ropa, y ella iba a lavar, como también a barrer, y no se diga a servir y atender a las enfermas, en lo que se distinguió mucho. Era muy celosa en que se guardase el silencio. Justa en castigar y premiar y en la distribución de los oficios. Sobre todo su caridad sin límites para con todas las religiosas era lo que hacía que todas se sintiesen contentísimas bajo su mando y dirección. Por supuesto, oposiciones y persecuciones no le faltaron, sobre todo cuando hubo de reformar la Comunidad, quitando abusos introducidos en contra de la Regla. Introdujo el Viacrucis diario. Puso toda su diligencia en que el rezo del Oficio Divino y toda la Liturgia se hiciera siempre con la máxima dignidad, atención y cuidado. Implantó las dos horas de meditación diarias.

Como ya queda dicho, el primer director espiritual que tuvo Sor Ángeles fue el P. Ocerin-Jáuregui, franciscano de La Aguilera, que la atendió de enero de 1904 a junio de 1905. Con el segundo director, D. José Hospital, Deán de la catedral, se dirigió cinco años, si bien solamente durante los dos primeros fue esta dirección real y efectiva, y muy fructífera. Este director logró que la M. Ángeles venciera la repugnancia y dificultad grandes que experimentaba a la hora de franquearse con los ministros del Señor. Además, fue este director el que la metió por el camino de escritora. Realmente, si tenemos en cuenta lo publicado y lo inédito y lo que sabemos que escribió y luego destruyó, resulta verdaderamente ingente la producción literaria de esta monja de clausura, que ingresó en el claustro sin apenas instrucción y con un conocimiento a todas luces insuficiente de la lengua castellana.

Pero el mandato de escribir y la necesidad de escribir constituirá para ella una nueva fuente de sufrimientos interiores, de remordimientos, escrúpulos y ansiedades; mil veces renegará de la hora en que empezó a escribir. Con todo, la obediencia podrá más. La destreza y relativa facilidad que tiene para ello harán que salga adelante esta su vocación. Ella misma dirá que Dios no le ha dado gracia más que para dos cosas: contemplar y escribir. Humanamente hablando, la afición a la lectura que siempre tuvo Sor Ángeles, y singularmente su trato asiduo con el libro Mística Ciudad de la Vble. M. Ágreda, influyó y contribuyó mucho a que adquiriera este dominio y destreza que revela en el manejo de la lengua.

El primer escrito de alguna extensión salido de la pluma de M. Ángeles fue, a lo que parece, la vida de San Juan Evangelista, escrita por iniciativa propia a fines de 1905 o principios del siguiente, y que envió como presente de una fiesta a su director espiritual. Por este pequeño trabajo vino a conocer el director las aptitudes que la Madre tenía para escribir. Ello fue causa, sin duda, de que por agosto de 1906 le mandara que pusiera por escrito algunas cosas que había entendido en sus contemplaciones respecto al infinito Ser de Dios y sus divinos atributos. Este escrito, por otra parte, no iba a ser más que el preludio de una obra que describiera la Vida divina y eterna del Verbo Encarnado, o sea, la Vida divina de Jesús. Escribir este libro es un proyecto que Sor Ángeles acarició siempre, pero que nunca llevó a cabo. Mejor dicho, lo escribió en parte, luego lo arrojó al fuego, volvió a escribir -parte- y volvió a destruirlo. Esta es una obra hoy perdida irremediablemente.

En octubre de 1907, el Arzobispo Cos aconsejó confidencialmente a Sor Ángela que cambiara de director, pues no le gustaba la dirección que solía impartir el director que tenía. Esto significó para ella una crisis dolorosa que duró tres años, llenos de torturas interiores y en una situación violenta, sin encontrar salida a la misma.

Finalmente, en julio de 1910 se confió a su tercer director, el capuchino P. Mariano de Vega, «mi Padre-verdad», como ella lo llamará. Desde 1908, el P. Mariano, Provincial de los Capuchinos de Castilla, estuvo visitando Valladolid para ver de fundar allí un convento. Visitó a la Concepcionistas y conoció a su abadesa, la M. Ángeles. Ésta quería confesarse con él, pero el Arzobispo no daba el permiso porque el Padre no había cumplido aún los 40 años. Por fin, el 1 de julio de 1910, el P. Mariano, que había cesado de Provincial y residía en León, empezó a confesar a las monjas. La M. Ángeles había encontrado el timonel que necesitaba. El P. Mariano fue director de la M. Ángeles en dos etapas de la vida de ésta: 1910-1913 y 1920-1921.

Como en la primera etapa el P. Mariano vivía en León, era forzoso tener que completar la dirección por escrito, aunque también viajaba a Valladolid con alguna frecuencia. De la extensa y frecuente correspondencia epistolar mantenida entre el P. Mariano y la M. Ángeles, se han publicado las cartas de la monja, pero no las de su director.

El P. Mariano trabajó a conciencia por atender a esta alma y, para comenzar, por sacarla del impasse en que la encontró, y lo logró en efecto. Gracias a su ayuda remonta la M. Ángeles la crisis purgativa que venía padeciendo, y el 10 de junio de 1911 tiene lugar la entrega de la Sma. Trinidad a su alma o arribo de ésta a la unión transformante. Esta gracia, lo mismo que otras importantes que recibirá M. Ángeles, aparecen estrechamente ligadas a la dirección espiritual, como si Dios quisiera de este modo fortificar la fe en la dirección, ya que por sí misma la M. Ángeles fácilmente era presa de escrúpulos en esta materia.

El P. Mariano se adaptó perfectamente a la vocación y necesidades de Sor Ángeles. Algunas veces llega a apuntar ella algún reparo: quiere que la trate con confianza y cariño, alusión sin duda a que el trato del fraile con ella le parecía un tanto frío, seco, severo o reservado. Ella, que había conocido a Dios, quería ver en su representante un trasunto de Él, y el topar con esta corteza un tanto áspera la desconcertaba un tanto. Pero esto no impidió que la compenetración entre ambos fuera total, y grande el progreso y provecho de M. Ángeles.

Una de las primeras cosas que hizo el P. Mariano fue requerir a la M. Ángeles para que le enviara el «vestido andrajoso» de sus pecados, o sea, una relación escrita de los pecados y faltas de su vida, juntamente con los principales favores recibidos de Dios. La relación que M. Ángeles le mandó en cumplimiento de esta orden constaba de 126 páginas, y precisamente al leerla concibió el P. Mariano la feliz idea de mandarle escribir la Autobiografía.

En el tratado La Vida Espiritual, así como también en las cartas al P. Mariano, hay numerosos testimonios sobre los sufrimientos que este trabajo «escriturario», impuesto por obediencia, le originaba. Estos sufrimientos eran múltiples: por una parte, escrúpulos e inquietudes de conciencia por tener que escribir sobre sí y poner la atención refleja sobre sus cosas, con lo cual temía ofender a Dios; por otra parte, para escribir tenía que apartar la mente del objeto de sus contemplaciones, fijarlo en este mundo limitado y buscar en él los términos y expresiones de la lengua humana, vaciar en ellos el contenido de altísimas contemplaciones informes, con la consiguiente constatación de que estas traducciones al lenguaje humano de lo que en sí es informe son siempre imperfectas e inadecuadas. No obstante esta imperfección, que es obligada e inevitable en estas materias, Sor Ángeles nos ha dejado páginas incomparables, que a nosotros los humanos nos traen nuevas del mundo divino, páginas que tienen algo de ese frescor e inmediatez de los relatos directos, y son en cierto modo similares a los reportajes de viajeros y exploradores que visitaron tierras lejanas ignotas e inaccesibles para el común de los mortales.

El P. Mariano, que residía en León, viajaba con alguna frecuencia a Valladolid para atender no sólo de la Abadesa, sino también a otras monjas de la misma comunidad. Al parecer, la celotipia de alguna religiosa y del confesor ordinario originó el oficio de la Curia Arzobispal que, el 21 de octubre de 1913, prohibía a las religiosas del convento de la Purísima Concepción todo trato de palabra y por escrito con el P. Mariano, «sin que esto signifique censura alguna para el Padre», se añadía. El golpe hubo de ser terrible para la M. Ángeles, que nuevamente quedaba huérfana y desprovista de la dirección que tanto necesitaba; golpe tanto más sensible cuanto que provenía de la autoridad puesta por Dios en la Iglesia. En el tratado La Vida Espiritual, al describir las pruebas sufridas por este tiempo, no faltan trazos harto claros y aun páginas de subido carácter autobiográfico alusivas a este episodio. Durante unos dos años y medio M. Ángeles continuará sin director.

Mientras tanto, en mayo de 1914, hechas las debidas gestiones, tres religiosas jóvenes formadas por la M. Ángeles marcharon a Logroño para reactivar el monasterio «Madre de Dios» que la Orden tenía en la capital riojana.

Por su parte, la M. Sorazu buscaba un director entre los sacerdotes de la Orden. En Valladolid no había entonces franciscanos ni capuchinos. Por eso, a principios de 1916 tomó por director, y era el cuarto, al P. Narciso Nieto, franciscano de la Provincia de Santiago, que estaba de capellán en las Clarisas de Calabazanos (Palencia). La relación con el P. Narciso duró poco.

A falta de sacerdotes de la familia franciscana en la ciudad, la M. Ángeles lo buscó esta vez entre los dominicos, que tenían convento en Valladolid. Y así el P. Alfonso Vega, op, al que conoció con motivo de unos Ejercicios que dio a las Concepcionistas, fue su quinto director, que inició su misión por Octubre de 1917.

El P. Alfonso trató a fondo a la M. Ángeles y la ayudó mucho. Era muy aficionado a las obras de Santa Teresa y a la mística. Esto le daba una cierta seguridad o confianza a la hora de enjuiciar los caminos de las almas. Cuando su dirigida le dio cuenta de los estados por los que había pasado, gracias que había recibido, etc., el director creyó notar alguna anomalía, algo que no parecía estar en regla o de acuerdo con los cánones de la mística que él había estudiado, y en consecuencia expresó su juicio o fallo negativo a la espiritualidad de su dirigida. Y ella, que siempre solía estar pronta a admitir reparos sobre la bondad de su camino, esta vez se afirmó frente al director. ¿Cómo podía negar los favores de Dios de que tenía plena evidencia? Luchó a brazo partido defendiendo la realidad de dichos favores. Así se prolongó este período de examen y de forcejeo entre director y dirigida, hasta que el director, formando un juicio más exacto, cambió de parecer y aprobó su espíritu. Mas entonces dice ella que se invirtieron los papeles. Renacieron los escrúpulos, temores, inquietudes y dudas que tantas veces la asaltaban, y ahora fue el director el que tuvo que sostenerla.

El P. Alfonso mandó a la M. Ángeles que escribiera un Diario, que debía ser continuación de la Autobiografía. De este Diario sólo se han salvado unos fragmentos, porque se encontraba en manos del P. Alfonso. El resto lo entregó a las llamas la propia autora. También fue él quien le mandó escribir el tratado que lleva el título La Vida Espiritual y que en cierto sentido es la obra principal de la M. Ángeles. Por este tiempo, ella tuvo algunas relaciones con el P. Arintero.

Durante la dirección del P. Alfonso tuvo lugar otro hecho, decisivo para el futuro de los escritos de M. Ángeles: ella envió dichos escritos al jesuita P. Nazario Pérez, al que no conocía personalmente, pero del que había leído el opúsculo Vida Mariana. Vio tal coincidencia en la espiritualidad que se enseña en este libro con la que ella practicaba e inculcaba a sus monjas, que se consoló mucho y quiso que este Padre fuera el depositario de sus escritos, no fuera que tal vez algún día se publicaran a otra luz o bajo otro aspecto o enfoque.

Al pedir permiso al P. Alfonso para hacer dicho envío, obtuvo primero una negativa. El P. Alfonso opinaba que debía mandarlos a los franciscanos de Santiago, dadas la afinidad espiritual y la unión de las Concepcionistas con la Orden Franciscana. Ella insistió firmemente en que era voluntad de Dios que dicho Padre jesuita y no otro fuera el depositario de sus escritos, con lo que al fin el P. Alfonso le otorgó el permiso.

La M. Ángeles reconoce que después del P. Mariano fue el P. Alfonso el que más tranquilidad le procuró. Pero después de un período en que el P. Alfonso le fue útil, la vida espiritual de M. Ángeles entró en unas profundidades que su director no podía ni sospechar. Lo cierto es que llegó un momento en que dicha dirección ya no le era útil. Además, a principios de 1920 el P. Alfonso fue destinado a Santiago y así concluyó su dirección.

Entre tanto, el tiempo y los hechos se habían encargado de desvanecer las nieblas que sobre la dirección del P. Mariano había acumulado la envidia. También habían cambiado las autoridades del Arzobispado, y el futuro Card. D. Pedro Segura escribió el 26 de Abril de 1920 a M. Ángeles autorizándola a dirigirse por escrito con el P. Mariano y a confesarse con él cuando pasara por Valladolid. En consecuencia, la M. Ángeles vuelve a llamar a las puertas de su «Padre-verdad», que ahora residía en Bilbao y era maestro de novicios.

Por las cartas que ella le escribió, se ve que la reanudación de las relaciones con él le supuso una pequeña prueba o tribulación. Como ya hemos dicho, la M. Ángeles había enviado voluntariamente sus escritos al P. Nazario Pérez, constituyendo a este jesuita depositario de los mismos. Aún en vida de la M. Ángeles el P. Nazario empezó a dar pasos para publicar algunos de tales escritos. Pero al encargarse nuevamente el P. Mariano de la dirección de M. Ángeles, ordena a ésta que reclame o pida dichos escritos. No hay que olvidar que una de estas obras, la Autobiografía, la había escrito Madre Ángeles por encargo del P. Mariano. A la M. Ángeles le fue muy sensible esta orden de su director, ya que por propia iniciativa había mandado las obras al P. Nazario, y ella persistía en su anterior voluntad -que creía además ser la de Dios-. No obstante, obedeció, y escribió al P. Nazario trasmitiéndole la orden del P. Mariano. A lo que el jesuita contestó que ella hacía bien en obedecer a su director, pero que él no estaba obligado a devolver lo que ella voluntariamente había cedido. Ante esta negativa el P. Mariano hubo de desistir de su empeño. No obstante, pidió al P. Nazario que suspendiera sus planes editoriales, ya que parecía prematuro publicar nada aún. A esto segundo sí accedió el P. Nazario.

A todo esto, la M. Ángeles no andaba bien de salud. Mejor dicho, nunca la tuvo buena. En sus escritos, sobre todo en sus cartas, se hallan muchas alusiones o referencias ocasionales a esta su falta de salud y a las causas que a su juicio motivaban sus enfermedades. Así dirá que no puede tener salud mientras tenga memoria de que hay Dios, pues el alma con todas sus fuerzas vitales se siente arrastrada hacia el objeto divino, abandonando o desempeñando mal las funciones orgánicas. Las comunicaciones místicas aniquilaban también sus fuerzas naturales.

Pocos meses antes de su muerte practicó un retiro de cuarenta días con objeto de ensayarse para la vida del cielo.

Pasó muy mal el último invierno; pero fue por Pascua de Pentecostés cuando se puso grave. Recibió el sacramento de la Unción. Pidió al prelado que se dignase ir a bendecirla. El Arzobispo de Valladolid, Mons. Remigio Gandásegui, fue en persona a visitarla y bendecirla el 13 de junio de 1921. Aún tuvo ratos de mejoría, hasta que el 15 de agosto se agravó de tal modo que ya no abandonó el lecho.

Los últimos días fueron de muchos dolores y sufrimientos, vómitos de sangre, etc. La M. Presentación, que la atendía, dice que la víspera de su muerte dirigió una plegaria al Santo del día siguiente, S. Agustín, en vascuence. En medio de grandes sufrimientos, e invocando a Dios, maternidad divina, rodeada por las hermanas y el P. Capellán, falleció hacia las seis de la mañana el 28 de Agosto de 1921. Tenía 48 años de edad. El médico le había diagnosticado cáncer.

* * *

[*] Esta reseña biográfica de la M. Sorazu está entresacada del libro del P. Luis Villasante, M. Ángeles Sorazu. Un mensaje para tiempos difíciles, Oñate, Ed. Franciscana Aránzazu, 1981, sobre todo de la parte I del mismo, titulada Notas sobre su biografía (pp. 23-111). El resto del libro aborda más directamente el tema de su espiritualidad o camino de santidad propiamente dicho, y se divide así: Parte II: Los amores fundamentales (115-187). Parte III: Algunos aspectos particulares (191-283). Parte IV: Las Virtudes (287-372). Siguen un epílogo y el índice de materias.

El P. Villasante se basa sobre todo en los escritos de la M. Sorazu, en particular la Autobiografía y las Cartas, y en los testimonios de quienes la conocieron, que cita puntualmente en su libro y que aquí omitimos.

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